Está obscuro.
Podría decir que soy una vagabunda, una sin techo, pero no. Estoy bajo el techo del mundo, tumbada en un pantano lleno de vida, rodeada por paredes de brisa. Hace frío, quiero ver la hora.
Me quedo mirando la esfera de mi reloj y grabo en mi mente la posición de las manecillas.
Cierro los ojos.
Trato de pensar en otras cosas: mi propia respiración, medicina cuántica, abejas entre las flores, cualquier cosa.
Abro los ojos.
Las manecillas no se han movido, es como si trataran de avanzar a través de pegamento.
El reloj permanece inmóvil, pero el tiempo no. Incluso, tumbada en este lugar, puedo sentir que el tiempo opera sobre mí como una enfermedad que me consume, como la cal viva que echan sobre los cadáveres.
El tiempo me está royendo, está corroyendo, una a una, las células que me componen.
En este mismo momento, no estoy empleando el tiempo.
¿Siempre ha sido así?
Déjame recordar...
Cuando estaba contigo, la vida iba en un ritmo lento. Y con esto no escapaba del tiempo, sino que sentía aún más su ronroneo encima de mí.
Estar contigo en una palabra, no era emplear el tiempo. Pero… ¿Para qué hablo de emplear el tiempo? ¿Acaso importa ya? No. Ya el tiempo no importa: ya el tiempo está viejo.
Todo envejece. Y sí, el tiempo también… Sus arrugas, son como fisuras profundas, tan profundas como el mar que llevan a las fosas del pasado, pasado que da vértigo.... Pasado de ti.
Tratar de volver en el pasado, sería como tratar de quitarle las arrugas al tiempo. Y no, porque si lo piensas bien, el tiempo no tiene arrugas; son canas. Las canas de sabio, de la arena, del mar, de un árbol. Canas marchitas, llena de historias, dolientes.
El tiempo está cansado.
Cansado de que le toquen la llaga, de que hurguen en él y no lo dejen avanzar. ¿Avanzar? Al tiempo se le olvidó qué es eso. Siempre lo toman por los pies, lo arrastran y lo rasguñan con largos filos de negación. Le duele, y sin saberlo, a nosotros también: porque en cada rasguño, en cada grieta, y en cada herida supurante que le causamos, se encuentran ocultas luciérnagas, luciérnagas que con su luz irreal y verdosa se dedican a cegarnos, haciéndonos actuar como un pez tonto (que se golpea una y otra vez, contra el cristal de su pecera, con lo pasado). No se aferren a él, tampoco lo delaten. Píntenlo de negro; ayúdenlo a ser invisible para el amor, para que éste nunca lo vea pasar y se opaque.
No intenten capturarlo ni hacer de él un tiempo detenido: ustedes se detendrán, él no. ¿Y saben algo? Él sólo quiere correr descalzo, desnudo, libre. Él sólo quiere mezclarse con el café y la luna, y volar: siendo no un ave, sino las plumas de las alas del cielo.
Una noche con el tiempo, hablando de ti, de mi, de eso que alguna vez llamamos "nosotros".