Se escuchaban los pasos apresurados de mis primos, bajando las escaleras a toda velocidad para ver quién ganaría las retas de este año; Mi tía, en la cocina, preguntando que quién iba a querer más tamales para encender el comal; Mi abuela recibiéndonos con lágrimas en los ojos porque siempre le ganaba la felicidad y la sorpresa de que "ya nos vemos bien grandes".
Toda la casa huele a la cruda de noche buena, a tráiler, al café de olla con canela que siempre estaba hirviendo en la estufa y al perfume de todos y cada uno de los hombres presentes en ese lugar, porque mi abuelo les enseñó a que si no bañaban por lo menos debían oler bien.
Se escucha al perro ladrar, los canarios cantando, mis tíos hablando de béisbol, sus hijas mostrando los regalos que habían recibido y sus esposas poniendo la mesa para poder sentarnos a comer.
Aún y cuando las paredes han cambiado muchas veces de color, las fotografías se encuentran en el mismo lugar, y las nuevas buscan el espacio que les pertenecerá hasta que ese lugar deje de existir. La mía está en la escalera, aparezco con un vestido azul marino y negro muy formal, agarrada de un pedestal blanco con el ceño fruncido cubierto por un flequillo tan negro como mis ojos.
La cantinera, atiborrada de tazas y las manualidades que cada nieto le entregó, incluso está el juego de té que hice con cascarones de huevo cuando iba en preescolar.
Está la mecedora en la que todos, sin excepción, fuimos arrullados una y otra vez hasta que dejamos de llorar. Donde mi abuela nos pegaba a su regazo con olor a orquídeas o a violetas o a jazmín. La mecedora donde pasaba horas cantándonos y pidiendo que no nos regañaran por haberle roto un vaso o tirado el jabón para trastes o cualquier otra travesura, con la excusa de que "éramos niños" y no sabíamos que estaba mal.
Recuerdo sentarme en tus piernas y acurrucarme en tu pecho, llenarme de tu olor a talco, acariciarte la piel "suavecita y arrugadita", y sentir que no había pasado el tiempo desde la última vez que te visitamos. Agarrarte la oreja y meterme el pulgar a la boca porque solo así podía dormir, y tú riéndote de mí porque en invierno siempre me salía un callo con tanta humedad.
La tele estaba encendida, como siempre, puesta en el canal para niños por si nos cansábamos de jugar y nos daban ganas de sentarnos en el sillón. Nunca pasaba. Como el tiempo.
No importaba cuántos más fueramos ni la edad que acabáramos de cumplir, la dinámica siempre era igual. Siempre había un nieto al qué arrullar, un niño a quién cuidar, una niña a quién calmar.
Pero nuestro mundo ya no se encuentra contenido en esa casa, y nosotros sí cambiamos.
Las navidades dejaron de oler así. Cada vez son menos los que te visitan. A los bisnietos ya no los conoces. Yo ya no tengo ocho años y, desde hace mucho tiempo, dejé de sentirme segura ahí.
Quizá suene triste pero a veces es mejor guardar cosas en la memoria a forzarnos a revivir cosas que ya no son.