viernes, 2 de agosto de 2013

Quise ser libre, y comencé a llorar.

 21/07/2013 7:40am

Llueve.
Abigaíl salió de su casa. El día estaba tan gris como su mirada; aquellos ojos ámbar que tanto le caracterizaban llevaban sombras bajo sus párpados. Había pasado noches en vela, ahogada en llanto, enrojecida de coraje, llena de rencor.
Abigaíl caminaba a paso firme, con las esperanzas por el suelo y las ilusiones arrastrándose tras sus pies.
Las mañanas vacías, las tardes ocupadas, los viernes ahogados en alcohol, las resacas por la mañana en el hospital donde hacía su servicio social, con olor a medicamento, a sufrimiento, a muerte y no a esperanza.

Los relámpagos iluminaban el cielo y traspasaban el cristal de sus lentes. Las nubes le escupían en el rostro, le reclamaban por su ineficiencia, su ineptitud y a truenos le gritaron todos y cada uno de sus errores.
Abigaíl aceleraba el paso, el corazón le latía cada vez más rápido, la música le explotaba en el tímpano y hacía un eco sordo en su alma. Su mirada fija, su rostro insípido y sin expresión alguna.
Corre por la calle, la lluvia le empapa el rostro y un poquito de su alma, le impide respirar y cada vez le dificulta más la visión. Se está ahogando, y no se da cuenta de son sus propias lágrimas las que lo provocan.
Se detienen en seco, se arrodilla encima de un charco, su pantalón blanco se llena de lodo, su filipina se salpica gracias a un coche que pasa a toda velocidad, su gafete se hunde en el agua y ella llora, como nunca, como si acabase de nacer. Llora sin razón, sin motivos, sin fuerzas, sin dolor. Llueve.