martes, 18 de abril de 2017

Me va a doler partir.

Debería estar haciendo mis maletas. Empacando la poca ropa que me queda y los tenis rotos que las madres se empeñan siempre en llevar a la basura. Recogiendo uno a uno los libros que me acompañaron en los viajes hacia el trabajo o al encuentro con alguien más.

No sé vivir en un lugar donde me juzgan por mis actos, donde cuestionan mis decisiones y mucho menos en el que mis palabras salen sobrando.

Debería estar haciendo mis maletas.
Ya junté en un sólo legajo los papeles que dicen dónde y cuándo nací, las boletas de mis calificaciones de secundaria y el título que me certifica como "profesional de la salud". También llevo las cartas que me han escrito y las pocas fotos que tengo impresas. Los peluches que me dieron en mis cumpleaños y la estrella de la muerte que una vez estuvo llena de palomitas.

No soy la que hace la limpieza, tampoco la cocinera y mucho menos una intrusa. Al menos por una vez me gustaría que me vieran como la familia de la cual se supone que soy parte o al menos como una compañera.

Debería estar haciendo mis maletas. Empacar mis colores, los juegos del xbox y todas las lágrimas que guardé al sentirme rechazada. También llevaré los tacones que aún no estreno y ese suéter rojo que me cobijó tantas noches cuando salí a caminar para no pelear más con quienes vivo.

No tengo a dónde ir, no tengo dinero para rentar en algún lugar o crédito para comprar una casa. No tengo familia a la que le sobre una cama o amigos que necesiten un roomie. No tengo nada, sólo muchas ganas de huir.

Debería estar empacando mis maletas. Cualquier lugar sería mejor que dormir con alguien que no cree en tu palabra, o compartir el baño con quien te señala con el dedo sin saber si eres culpable o no.
Al menos en cualquier otro lugar mi ropa estaría segura, mi compañía no sería mal recibida y mi paciencia no se desbordaría a diario.

Quizá esto podría sonar a capricho, a berrinche e incluso a orgullo pero aprendí a la mala que no irse a tiempo trae consecuencias muy dolorosas y me quiero ahorrar esas cicatrices.
Hubo una vez en que creí permanecer por necesidad y terminé dándome cuenta que en realidad lo único que necesitaba era salir de ahí.

Debería estar haciendo mis maletas. Pero aún tengo miedo porque estoy segura de que, al principio, me va a doler partir.

martes, 4 de abril de 2017

4:28

Son las 4:28 de la mañana; en 2 minutos más estará por sonar la alarma de mi madre, aquella que día tras día escucho a lo lejos e ignoro con eficacia al saber que el llamado no es para mí. Despierto empapada en sudor y lágrimas como ya es normal de unos cuántos años para acá. Controlo la taquicardia haciendo uso de mi respiración y trato de despertarme en todos los sentidos (aunque no haga falta, la pesadilla no ha dejado ni un solo rastro de sueño).
Son las cuatro con veintiocho, por la mañana; me sueno la nariz, seco el sudor de mi frente y bebo un vaso con agua helada. El recuerdo de tu cara enrojecida sigue apareciendo en cada uno de mis parpadeos, ¿qué fue lo que dije para que te molestaras así?, ¿en qué momento pasé de ser aquella que presumías con tus amigos a la que ahora no te atreves ni a nombrar?, ¿cómo fue que llegamos a esto? Y lo más importante, ¿cómo es que aún me sigue afectando?
Son las cuatro veintiocho de la mañana; ¿Será muy temprano para meterme a bañar? Descarto la idea al recordar que en la casa no hay algún aparato que caliente el agua de manera automática cuando gire la perilla. Me dirijo a la cocina y preparo un café. ¿Será muy temprano para beber café? No. Mi subconsciente bohemio y aún temeroso me responde enseguida. ¿Debería despertar a mi madre y contarle esto que me sucede? A lo que mi trastornada mente me cuestiona “¿Para qué serviría?”. Lo dejo pasar y decido irme a la cama otra vez, a sabiendas que el sueño no regresará hasta que el día esté por finalizar y yo tenga qué entrar al hospital a cubrir con mi jornada de 12 horas para obtener el salario mínimo que me ofrecen. ¿Por qué no puedo aceptar que simplemente no me quieres y dejarlo ir? Necesito lavarme los dientes, darme una ducha, beberme un café y por supuesto dejar de analizar estas cosas a tan tempranas horas del día. Me cubro totalmente con la cobija, pese al calor de la habitación, y escucho hacer su rutina diaria a la mujer que me ha dado las mejores lecciones de vida sin siquiera despegar los labios.

Son las 4:28 de la mañana; hoy es un día como cualquiera en el que tu recuerdo me golpea fuerte y yo sigo gritando “no lo hagas, papá”.