domingo, 3 de marzo de 2013
Abigaíl pintó su recámara.
7 de la mañana y sigue sin poder dormir.
Se levanta de la cama, busca ropa vieja y baja a buscar entre las cosas útiles que nadie usa.
Sube a su recámara con dos botes de pintura, los abre con ayuda de un desarmador.
Vacía el cuarto: cama, colchón, muebles, cortinas, estéreos, ropa sucia y zapatos regados en el suelo.
Toma un palo y comienza a menear: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, el color empieza a resaltar.
Toma la brocha y la sumerge en la pintura azul, sintiendo cómo se humedece cada mecha, cómo se impregna el aroma en toda la habitación.
Observa la pared, su gran pared azul, empolvada, con rastros de los trazos que debieron ser una gran obra de arte y sólo se quedaron en eso: trazos; los huecos, la pintura caída, los rasguños, los golpes, los colores insípidos.
Agarra la brocha entre sus manos y comienza por la parte superior, cubriendo cada grieta, cada raspón, cada marca de su pasado.
Abigaíl pinta arduamente, con lágrimas en los ojos recuerda cada cicatriz en su pared, en su cuerpo, en su alma; pinta, pinta hasta que no queda huella más que en su memoria.
Se limpia las lágrimas, el sudor y la tristeza.
Se acerca a su segunda pared: la pared de su depresión, observa cada flecha que indica hacia abajo, cada rayón, cada caída, cada tropiezo que tuvo en su corta vida.
Las lágrimas la invaden, el dolor el coraje, también. Toma un trapo húmedo entre sus manos y comienza a borrar, talla la pared hasta que el lápiz comienza a desvanecerse, hasta que su dolor ya no punza en lo más hondo de su ser. Pinta, deja caer una gran cantidad de pintura, a fin de que las débiles marcas de las flechas queden ahogadas en el color azul.
Se acerca a su tercera pared, esa que está empolvada, grisácea y que poco a poco fue perdiendo el color. Esa en donde recargaba su espalda y dejaba que las decepciones la invadieran, la sofocaran, la ahogaran. Enjuaga el trapo que había utilizado y comienza a limpiar, de arriba hacia abajo hasta que el polvo desaparece perceptiblemente. Toma la brocha y la sumerge hasta el fondo del bote con pintura, la ahoga, la asfixia y deja que sus lágrimas vuelvan a brotar. Pinta, pinta hasta que la humedad hace que la pared luzca brillante y nueva.
Gira y camina hacia su última pared, esa en la cual su armario ocupa la mayor parte, esa que sólo deja ver un cachito de sí; recuerda su rostro invadido por un mechón de cabello, el cual sólo muestra uno de sus ojos brillantes y cafés. Lo pinta, ese minúsculo pedazo de pared que se esconde tras la puerta cuando ésta se abre.
Abigaíl se tira en el suelo y comienza a llorar; llora por las oportunidades perdidas, por las caídas, las promesas rotas, las desilusiones las decepciones, los sueños, los besos no dados, los abrazos negados y los nudos que tanto tiempo guardó en su garganta. Abigaíl espera a que la pintura seque, a que sus heridas sanen o al menos dejen de doler.
1 de la tarde.
Toma el desarmador y abre el segundo bote de pintura, se encuentra con un color rosado; lo observa, lo analiza, lo vive.
Sumerge la brocha hasta el fondo, se sube en una silla y comienza a dibujar una luna sobre su puerta. Lo hace con cuidado, porque ella no es buena para dibujar, porque no es alta para alcanzar ese lugar sin ayuda de una silla y un bote, porque quiere hacerlo por sí misma.
Toma la brocha y la empapa de pintura, observa la pared que había estado empolvada, recuerda cada promesa que le rompieron, cada desilusión que le trajeron y cada mentira que le dijeron. Abigaíl agita sus brazos, de un lado al otro, llora grita y gime de dolor, de desesperación de coraje, de rabia. Toma pintura entre cada movimiento, arroja la pintura al compás de su respiración; dejando en la pared manchas de dolor, tiras de pinturas y una que otra gota del sudor que le resbala por la frente.
Siguió con la pared de sus depresiones, aquella frente a la cual había penetrado su débil y nívea piel tantas veces, aquella que había visto el rojo brotar de sus piernas, muñecas y labios... Revolvió el color azul y el rosa, sus tristezas y sus enojos, dando así una tonalidad morada; la cual, dejó caer de la misma manera, sin rumbo, sin sentido, con fuerza, con amargura, con arrepentimiento, con tristeza, con dolor. Siguió con esa que se escondía tras su puerta, y de igual manera la manchó.
Sus paredes, su ventana, su techo, su abanico, su clima, su ropero, su puerta, su piso; todo quedó manchado excepto la pared con trazos. Abigaíl quería un dibujo, un dibujo que la representara y que tuviera un valor para ella, por eso la dejó libre, limpia y sin memorias.
3 de la tarde.
Abigaíl yace sentada en el suelo, llorando, quitando las manchas que la pintura dejó, limpiando todo aquello que tiene un fondo azul y no le trae recuerdos desagradables, todo aquello que no es algo más importante que un algo.
Talla con fuerza, con firmeza, con lágrimas, con coraje, con decisión. Abigaíl limpia su alma, le sutura las heridas, le arranca las costras y se tiñe de rojo el corazón.
Abigaíl está cansada, sudada, exhausta, seca; Abigaíl está feliz.
Ella se acepta, se da una nueva oportunidad, retoma sus ganas y se pinta el alma de alegría, de emoción, de metas, de sueños. Abigaíl sonríe, porque ahora puede volver a empezar.
Ella pintó su recámara y cubrió aquellas manchas que la vida le había dejado.