miércoles, 6 de junio de 2018

Veintitrés.


¿En qué momento pasaron los años tan rápido? Si a penas ayer me encontraba frente a un espejo enorme probándome con desgana un vestido pomposo que usaría una sola vez en mi vida. Si todavía temo caerme de la bicicleta porque le han quitado las llantitas traseras. Si aún me da miedo levantarme en plena madrugada a beber agua. Y ni hablemos de que, al pintar, me sigo saliendo totalmente de la raya.

Todavía recuerdo lo orgullosa que me sentía al mostrarle a mis papás el diploma donde yo era el primer lugar de mi salón, la emoción con la que guardaba mi diente bajo la almohada para que el ratón me lo cambiara por una moneda, la alegría con la que despertaba e iba corriendo hacia el pino para abrir mis regalos de navidad, y la tristeza al ver que mi papá no se podía quedar a mi fiesta de cumpleaños porque tenía que salir de viaje.

¿Cómo es que pasaron 22 años sin que me diera cuenta? Si hace poco estaba dando mi primer beso, temblaba desnuda junto al cuerpo de aquel que sería “el amor de mi vida”, me creía la más rebelde por fumarme un cigarrillo, cantaba a todo pulmón junto a mis amigas en nuestro primer concierto, respondía con inseguridad las preguntas del examen de ingreso a la escuela que me mostraría si estar en un hospital era mi vocación y representaba un escalón hacia el sueño que tuve desde niña, sufría una de las tantas decepciones amorosas que me acompañarían en el camino y que cada vez dolerían más.

Aún me veo en el techo de la casa jugando con el perro y prometiéndole que yo nunca lo iba a abandonar, leyendo a escondidas las novelas que mi mamá guardaba en sus cajones, riendo a carcajadas mientras mis tíos me lanzaban al cielo y mi abuela les gritaba que tuvieran cuidado, sentada atrás de los salones en el descanso mientras comía a solas porque las niñas decían que yo era muy tosca y no jugaban conmigo.
¿Cuándo empecé a crecer? Si llevo el cabello alborotado porque no he aprendido a peinarme, si aún camino por los parques tratando de no pisar las rayas y a penas ayer me hacía cargo de alguien que nunca antes había visto y al irse me daba su bendición y me agradecía por mi ayuda mientras estaba internado, llenaba una solicitud de empleo para después darme cuenta que ese no era el lugar en el que quería estar, revisaba una lista enorme llena de números y suspiraba aliviada al saber que estudiaría la carrera que me convertiría en una doctora de verdad.

No hace mucho que caminaba con el alma destrozada y totalmente consciente de que salir de la jaula no sería fácil pero valdría la pena, titubeaba en mis respuestas al enfrentar a quien sería mi nuevo jefe, aprendía sobre gasometrías arteriales con quien se convertiría en uno de mis mejores amigos, planeaba una fiesta de cumpleaños para alguien que no se quiso quedar junto a mí, abrazaba a un niño al que conocí desde las primeras horas que nació y que después de 2 años sigue en tratamiento y me da grandes lecciones de vida con cada paso que da.

¿Cómo es que me dicen “aún eres joven, te falta mucho por vivir” y yo siento que he muerto y revivido más veces de las que deberían estar permitidas? Y recuerdo cada una de las veces que me arrastré llorando, cansada de seguir adelante, harta de tener que ser fuerte, hastiada de “poder con eso y más”. Recuerdo cada persona que me abrazó llena de lastima, miedo, repulsión, vehemencia, orgullo, envidia, tristeza, emoción, amor, alegría, bondad.
Escucho sus promesas y siento ese nudo en el estómago que surge cuando te das cuenta de que nada fue verdad. Suplico compasión ante un acto que no cometí, pido perdón de rodillas a quien muchas veces lastimé, le doy una cachetada a quien me mantuvo por veinte años, le escupo en la cara al que juró protegerme y se terminó aprovechando de mi estupidez.
Veo los ojos de mis pacientes abiertos de par en par, cerrándose cuando ya no aguantan más, a sus cuerpos rígidos post-mortem, quietos bajo una lámpara que les proporciona calor, llenos de agujas y cables que dicen lo que pasa en su interior, sonriendo con esperanza mientras sus papás empacan sus cosas para regresar a casa, apretando fuerte la mano de sus parejas en señal de que no se irán, pidiendo ayuda con resignación al ver que solos no pueden.

Y después estoy yo, frente al espejo. Llevo el fleco como cuando iba en preescolar pero mi cabello se ha vuelto naranja, mis ojos se ven más grandes gracias a los lentes y reflejan el mismo miedo e intriga con el que veía una película de terror, la misma esperanza con la que soplaba las velitas de mi pastel y le pedía al universo que me diera un hermanito para jugar, la vergüenza que me provocaba lavar mi ropa interior porque me había llegado la menstruación, la certeza con la que les prometía a mis niños del hospital que el medicamento que el tratamiento que les daría no les iba a doler, el orgullo de ver a mis amigas graduándose de su carrera, el valor de ir a contarle a una desconocida todo aquello que ya no quiero guardar, y la misma fuerza con la que le juré a mi mamá que encontraríamos un lugar para vivir.

Soy yo, justo en el centro de la habitación. Con un montón de libros a los lados, el sonido del saxofón golpeando las ventanas, una taza de café de olla y la conciencia plena de que el día está por comenzar. Y aunque me hayan tomado más de veinte años reconocerme, valorarme, quererme y dejarme sentir hoy puedo decir que estoy aprendiendo de mí mucho más de lo que alguna vez imaginé. Tengo más cosas por agradecerme que reproches, comienzo a contabilizar las risas, la paz, los abrazos en lugar de aquellos que me hicieron sufrir.

Sigo siendo la niña que andaba descalza por la casa, que va por la carretera asombrándose con los paisajes a través de las ventanas de un coche y que llora molesta porque una abeja entró y le picó el brazo, la que pregunta qué dice en cada anuncio por que aún no aprende a leer, aquella que junta moras en una botella de agua sin importarle que el uniforme blanco termine manchado. Aquella niña con coletas que frunce el ceño cuando algo no le hace gracia y se llena la cara entera al comerse un elote.

 Sigo siendo la adolescente que pega todos los pósters que viene en las revistas, se tumba en el césped a leer un libro sin pensar en la hora, la que camina más lento por la calle cuando empieza a llover, a la que se le revuelve el estómago cuando el que le gusta la voltea a ver, la que se queja de que su hermana le roba la ropa, va a una fiesta sin saber andar en tacones y se intenta embriagar tomando bebidas con 2% de alcohol.

 Estoy construyendo a la mujer que agradece tanto lo malo como lo bueno, que aprende de sí misma y los demás, que valora su tiempo y lo invierte en su bienestar y el de quienes la acompañan a vivir. Que medita cuando despierta y sale a caminar sin la distracción del celular, la que elije la soya antes que la leche normal, que realiza todo un ritual antes de sentarse a escribir y que abraza con fuerza a los que le demuestran que ahí están justo después de abrazarse a sí misma. No tengo prisa, voy disfrutando mi andar; a fin de cuentas hoy comienzan mis veintitrés, soy joven y tengo toda una vida por delante.