La conciencia duerme junto a mi. Las pulsaciones interpretan mi inquietud y golpean mi pecho a cada minuto.
Como el sabio ingenuo que mira hacia otro lado ante la culpa. No me acostumbro a vivir en la soledad de mis pensamientos. Me atormentan, me señalan e intentan aniquilar mi libertad. Las horas pasan entre las frías sábanas y la dureza de mi almohada. Buscar el placer en el mal es algo intrínseco en el ser humano. ¿Qué tengo de especial? ¿A caso alguien puede lanzar la primera piedra? Este peso me encoje día tras día.
Los susurros de la noche como secunderos de un reloj anclado en el pasado atraviesan mis oídos. No puedo girarme y mirar a los ojos a mi propia conciencia, no lo soportaría…sabe que no me arrepiento de nada y sabe que repetiría una y otra vez todas las atrocidades de las que soy capaz.
Es mi condena por la libertad diurna. Cada noche al acostarme, en la quietud de mi recámara, espero atenta al olor extraño, al sonido de mi alma quejándose por lo que le espera…a la mala conciencia que se sienta junto a mi cama para hacerme soñar con el dolor de mis víctimas.