sábado, 19 de marzo de 2016

No vayas a la ciudad de madera, podrías enamorarte y no te querrás ir jamás.

Hubo una vez, en una tierra muy lejana, una ciudad de madera. Las calles, las casas, las paredes e inclusive las personas estaban hechos de madera. La ciudad olía a roble, encino, caoba y a hollín. La gente trabajaba de sol a sol y de vez en cuando luchaban contra las termitas, que se empeñaban en comerlas porque se creían uperiores que ellas.
Al otro extremo del mundo, exactamente a 759 kilómetros de distancia, se encontraba la ciudad de hojalata. Ahí la vida era un poco más fácil. El transporte, los trabajos, la comida y el trato entre personas.
Un día, apareció un hombrecito de hojalata en la ciudad de madera, se sentía solo. Estaba enojado porque quería regresar al lugar de donde venía. Ahí todo era más difícil. Hacía más calor y tendría qué trabajar toda su vida para poder salir adelante. El hombrecito de hojalata extrañaba su ciudad día con día, conoció gente buena y divertida pero para él no era suficiente. Él quería estar allá. Charlar con la gente con la que había crecido, ir al mercado que visitaba con sus abuelos, caminar entre las calles que lo vieron crecer.
Mientras caminaba pensando en todo eso una maltratada muñeca de trapo lo saludó con una gran sonrisa, que dejaba ver las grandes puntadas con que sujetaban sus dientes.
La muñeca estaba algo deshilachada y se le notaba en los ojos que había sido algo pisoteada durante su existencia. Aún así sonreía y día tras día delineaba sus ojos para que no se le notara lo apagado.
El hombrecito de hojalata y la muñeca de trapo comenzaron a platicar sobre cosas comunes: el gradiente de colores al caer la noche, el sabor de las nubes, el aroma de la lluvia, las películas naturales que se hacen con las sombras de los objetos cuando empieza a caer el sol, la música del viento al estamparse con las ventanas, los libros que son hijos de los más grandes árboles... Día tras día caminaban juntos por las calles, se hacían buenos los días y se soñaban por las noches.
Sin darse cuenta ella iba limpiando el cuerpo del hombrecito. Pulía su hojalata con cada abrazo, quitaba los restos de óxido que había en su corazón de poquito en poco. Le demostraba lo capaz e inteligente que era y lo impulsaba a seguir adelante.
Él, por su parte, le borraba las ojeras con pinturas, le ponía tonos rosados a sus mejillas y carmín en los labios. Tomaba avellanas y le daba brillo a sus pupilas. Dia tras día hilvanaba cada una de sus heridas, las iba cerrando una tras otra mientras le ponía un poquito de relleno a aquellos huequitos que llegasen a quedar.
Ambos se hacían mucho bien.
Se protegían, se defendían, se levantaban y caminaban tomados de las manos hasta que los separaba el atardecer.
El hombrecito de hojalata aún extrañaba su ciudad y de vez en cuando viajaba a vistar las calles, las casas y la gente que solía formar parte de sus días. Pero ya no vivía a regañadientes en la ciudad de madera. Ahora tenía alguien a quien le podía contar lo que extrañaba y a su vez conocía lugares que no imaginaba que existieran ahí. Aprendía a disfrutar sus días y agradecía los regalos que se le daban.
La muñeca, por su parte, se hacía cada vez más fuerte y dejaba sus miedos atrás. Se enamoraba de la ciudad de hojalata a través de los ojos de su hombrecito y esperaba con ansias el día en que ambos caminaran allá.