¿En qué momento pasaron los años tan rápido? Si a penas ayer
me encontraba frente a un espejo enorme probándome con desgana un vestido
pomposo que usaría una sola vez en mi vida. Si todavía temo caerme de la
bicicleta porque le han quitado las llantitas traseras. Si aún me da miedo
levantarme en plena madrugada a beber agua. Y ni hablemos de que, al pintar, me
sigo saliendo totalmente de la raya.
Todavía recuerdo lo orgullosa que me sentía al mostrarle a
mis papás el diploma donde yo era el primer lugar de mi salón, la emoción con
la que guardaba mi diente bajo la almohada para que el ratón me lo cambiara por
una moneda, la alegría con la que despertaba e iba corriendo hacia el pino para
abrir mis regalos de navidad, y la tristeza al ver que mi papá no se podía
quedar a mi fiesta de cumpleaños porque tenía que salir de viaje.
¿Cómo es que pasaron 22 años sin que me diera cuenta? Si
hace poco estaba dando mi primer beso, temblaba desnuda junto al cuerpo de
aquel que sería “el amor de mi vida”, me creía la más rebelde por fumarme un
cigarrillo, cantaba a todo pulmón junto a mis amigas en nuestro primer
concierto, respondía con inseguridad las preguntas del examen de ingreso a la
escuela que me mostraría si estar en un hospital era mi vocación y representaba
un escalón hacia el sueño que tuve desde niña, sufría una de las tantas
decepciones amorosas que me acompañarían en el camino y que cada vez dolerían
más.
Aún me veo en el techo de la casa jugando con el perro y
prometiéndole que yo nunca lo iba a abandonar, leyendo a escondidas las novelas
que mi mamá guardaba en sus cajones, riendo a carcajadas mientras mis tíos me
lanzaban al cielo y mi abuela les gritaba que tuvieran cuidado, sentada atrás
de los salones en el descanso mientras comía a solas porque las niñas decían
que yo era muy tosca y no jugaban conmigo.
¿Cuándo empecé a crecer? Si llevo el cabello alborotado
porque no he aprendido a peinarme, si aún camino por los parques tratando de no
pisar las rayas y a penas ayer me hacía cargo de alguien que nunca antes había
visto y al irse me daba su bendición y me agradecía por mi ayuda mientras
estaba internado, llenaba una solicitud de empleo para después darme cuenta que
ese no era el lugar en el que quería estar, revisaba una lista enorme llena de
números y suspiraba aliviada al saber que estudiaría la carrera que me
convertiría en una doctora de verdad.
No hace mucho que caminaba con el alma destrozada y
totalmente consciente de que salir de la jaula no sería fácil pero valdría la
pena, titubeaba en mis respuestas al enfrentar a quien sería mi nuevo jefe, aprendía
sobre gasometrías arteriales con quien se convertiría en uno de mis mejores
amigos, planeaba una fiesta de cumpleaños para alguien que no se quiso quedar
junto a mí, abrazaba a un niño al que conocí desde las primeras horas que nació
y que después de 2 años sigue en tratamiento y me da grandes lecciones de vida con
cada paso que da.
¿Cómo es que me dicen “aún eres joven, te falta mucho por
vivir” y yo siento que he muerto y revivido más veces de las que deberían estar
permitidas? Y recuerdo cada una de las veces que me arrastré llorando, cansada
de seguir adelante, harta de tener que ser fuerte, hastiada de “poder con eso y
más”. Recuerdo cada persona que me abrazó llena de lastima, miedo, repulsión, vehemencia,
orgullo, envidia, tristeza, emoción, amor, alegría, bondad.
Escucho sus promesas y siento ese nudo en el estómago que
surge cuando te das cuenta de que nada fue verdad. Suplico compasión ante un
acto que no cometí, pido perdón de rodillas a quien muchas veces lastimé, le
doy una cachetada a quien me mantuvo por veinte años, le escupo en la cara al
que juró protegerme y se terminó aprovechando de mi estupidez.
Veo los ojos de mis pacientes abiertos de par en par,
cerrándose cuando ya no aguantan más, a sus cuerpos rígidos post-mortem,
quietos bajo una lámpara que les proporciona calor, llenos de agujas y cables
que dicen lo que pasa en su interior, sonriendo con esperanza mientras sus
papás empacan sus cosas para regresar a casa, apretando fuerte la mano de sus
parejas en señal de que no se irán, pidiendo ayuda con resignación al ver que
solos no pueden.
Y después estoy yo, frente al espejo. Llevo el fleco como
cuando iba en preescolar pero mi cabello se ha vuelto naranja, mis ojos se ven
más grandes gracias a los lentes y reflejan el mismo miedo e intriga con el que
veía una película de terror, la misma esperanza con la que soplaba las velitas
de mi pastel y le pedía al universo que me diera un hermanito para jugar, la
vergüenza que me provocaba lavar mi ropa interior porque me había llegado la
menstruación, la certeza con la que les prometía a mis niños del hospital que
el medicamento que el tratamiento que les daría no les iba a doler, el orgullo
de ver a mis amigas graduándose de su carrera, el valor de ir a contarle a una
desconocida todo aquello que ya no quiero guardar, y la misma fuerza con la que
le juré a mi mamá que encontraríamos un lugar para vivir.
Soy yo, justo en el centro de la habitación. Con un montón
de libros a los lados, el sonido del saxofón golpeando las ventanas, una taza
de café de olla y la conciencia plena de que el día está por comenzar. Y aunque
me hayan tomado más de veinte años reconocerme, valorarme, quererme y dejarme
sentir hoy puedo decir que estoy aprendiendo de mí mucho más de lo que alguna
vez imaginé. Tengo más cosas por agradecerme que reproches, comienzo a
contabilizar las risas, la paz, los abrazos en lugar de aquellos que me
hicieron sufrir.
Sigo siendo la niña que andaba descalza por la casa, que va
por la carretera asombrándose con los paisajes a través de las ventanas de un
coche y que llora molesta porque una abeja entró y le picó el brazo, la que
pregunta qué dice en cada anuncio por que aún no aprende a leer, aquella que
junta moras en una botella de agua sin importarle que el uniforme blanco
termine manchado. Aquella niña con coletas que frunce el ceño cuando algo no le
hace gracia y se llena la cara entera al comerse un elote.
Sigo siendo la
adolescente que pega todos los pósters que viene en las revistas, se tumba en
el césped a leer un libro sin pensar en la hora, la que camina más lento por la
calle cuando empieza a llover, a la que se le revuelve el estómago cuando el
que le gusta la voltea a ver, la que se queja de que su hermana le roba la
ropa, va a una fiesta sin saber andar en tacones y se intenta embriagar tomando
bebidas con 2% de alcohol.
Estoy construyendo a
la mujer que agradece tanto lo malo como lo bueno, que aprende de sí misma y
los demás, que valora su tiempo y lo invierte en su bienestar y el de quienes
la acompañan a vivir. Que medita cuando despierta y sale a caminar sin la
distracción del celular, la que elije la soya antes que la leche normal, que
realiza todo un ritual antes de sentarse a escribir y que abraza con fuerza a los
que le demuestran que ahí están justo después de abrazarse a sí misma. No tengo
prisa, voy disfrutando mi andar; a fin de cuentas hoy comienzan mis veintitrés,
soy joven y tengo toda una vida por delante.