miércoles, 26 de diciembre de 2018

Fui a casa de mi abuela y, al entrar, me convertí en una niña de 8 años otra vez: 

Se escuchaban los pasos apresurados de mis primos, bajando las escaleras a toda velocidad para ver quién ganaría las retas de este año; Mi tía, en la cocina, preguntando que quién iba a querer más tamales para encender el comal; Mi abuela recibiéndonos con lágrimas en los ojos porque siempre le ganaba la felicidad y la sorpresa de que "ya nos vemos bien grandes".
Toda la casa huele a la cruda de noche buena, a tráiler, al café de olla con canela que siempre estaba hirviendo en la estufa y al perfume de todos y cada uno de los hombres presentes en ese lugar, porque mi abuelo les enseñó a que si no bañaban por lo menos debían oler bien.
Se escucha al perro ladrar, los canarios cantando, mis tíos hablando de béisbol, sus hijas mostrando los regalos que habían recibido y sus esposas poniendo la mesa para poder sentarnos a comer. 
Aún y cuando las paredes han cambiado muchas veces de color, las fotografías se encuentran en el mismo lugar, y las nuevas buscan el espacio que les pertenecerá hasta que ese lugar deje de existir. La mía está en la escalera, aparezco con un vestido azul marino y negro muy formal, agarrada de un pedestal blanco con el ceño fruncido  cubierto por un flequillo tan negro como mis ojos. 
La cantinera, atiborrada de tazas y las manualidades que cada nieto le entregó, incluso está el juego de té que hice con cascarones de huevo cuando iba en preescolar. 
Está la mecedora en la que todos, sin excepción, fuimos arrullados una y otra vez hasta que dejamos de llorar. Donde mi abuela nos pegaba a su regazo con olor a orquídeas o a violetas o a jazmín. La mecedora donde pasaba horas cantándonos y pidiendo que no nos regañaran por haberle roto un vaso o tirado el jabón para trastes o cualquier otra travesura, con la excusa de que "éramos niños" y no sabíamos que estaba mal. 
Recuerdo sentarme en tus piernas y acurrucarme en tu pecho, llenarme de tu olor a talco, acariciarte la piel "suavecita y arrugadita", y sentir que no había pasado el tiempo desde la última vez que te visitamos. Agarrarte la oreja y meterme el pulgar a la boca porque solo así podía dormir, y tú riéndote de mí porque en invierno siempre me salía un callo con tanta humedad.
La tele estaba encendida, como siempre, puesta en el canal para niños por si nos cansábamos de jugar y nos daban ganas de sentarnos en el sillón. Nunca pasaba. Como el tiempo.
No importaba cuántos más fueramos ni la edad que acabáramos de cumplir, la dinámica siempre era igual. Siempre había un nieto al qué arrullar, un niño a quién cuidar, una niña a quién calmar. 

Pero nuestro mundo ya no se encuentra contenido en esa casa, y nosotros sí cambiamos. 
Las navidades dejaron de oler así. Cada vez son menos los que te visitan. A los bisnietos ya no los conoces. Yo ya no tengo ocho años y, desde hace mucho tiempo, dejé de sentirme segura ahí. 
Quizá suene triste pero a veces es mejor guardar cosas en la memoria a forzarnos a revivir cosas que ya no son. 

miércoles, 10 de octubre de 2018

Una casa nueva.

Esta semana me mudé de casa. Empaqué mis cosas con más conciencia de la que me gustaría.
Separé la ropa en 4 tandas: la que usaba a diario, la que ya por ninguna razón volvería a ponerme, la que ya no me gustaba pero podría vender o regalar y aquella que había sido arrancada de mi cuerpo por tus manos.
Uno a uno fui guardando, en cajas, mis libros. Aquellos que abrías en la noche y me leías al pie de la cama cuando no podía dormir, los que me hicieron reír mucho porque me recordaban a ti y sobre todo esos que nunca te animaste a leer; encontré una nota a manera de separador. Un papel arrugado, despintado y maldito, que anuncia en medio de trazos chuecos y faltas de ortografía: "Te amo, como los italianos al sushi o las abejas a la miel. Te amo como los niños al chocolate o como los árboles al agua". Y lloré mucho. Por ti, por mí, por el "I love you honey" que ya no me dirías y porque ni a los italianos les gusta el suhi así como yo no te gusto a ti.

Metí en una bolsa todos mis zapatos, esos que son tan ajenos a nuestras caminatas nocturnas y a los lugares que solíamos visitar. Empaqué los peluches, las fotografías, las bolsas, los medicamentos, mi guitarra, los controles del Xbox, las sábanas que tantas veces ensuciamos, mi crema para peinar, el suavizante de telas, un esmalte rojo y mis ganas de que regresarás.

Tú me amabas "como las abejas a la miel" y yo amaba escucharte llamarme "honey"como si de Pulp Fiction se tratara. Me amabas "como los niños al chocolate" y yo amaba que llegaras con un Kit Kat porque era lo único que podías hacer por mí cuando estaba en medio de mi síndrome premenstrual. Me amabas como los árboles al agua, pero de lágrimas no se nutre a la tierra y mucho menos se hace crecer a un árbol. 

Entré a la que sería mi nueva recámara, había solo una cama en el centro y un mueble lleno de las películas que veíamos los domingos, cuando preferíamos encerrarnos toda la tarde y andar en calzones por la casa. El cuarto estaba vacío, nada hablaba de ti, nada te conocía; nada había sido tocado por tus manos suaves y esos largos dedos que tantas veces me hicieron gemir. Como si nunca hubieses formado parte de mis rutinas, como si no fueras más que un producto de mi imaginación, como si te hubiera inventado en uno de esos tantos días en que me sentía sola. "El cuarto estaba vacío", en realidad no lo estaba. Había una cama y un mueble lleno de películas, estaban las cajas y las bolsas donde empaqué mis cosas, y por supuesto, también estaba yo. El cuarto no estaba vacío, era yo que estaba sin ti.

"Tú me amabas", he ahí la razón de mi llanto. No eran los italianos o el sushi, ni la miel o el chocolate, tampoco los niños ni los árboles; no eran los recuerdos. Definitivamente no son los recuerdos que guardo de ti. No eres tú. No es la casa nueva. No es la recámara vacía y ni siquiera soy yo sin ti. Es el pasado. Es ese maldito "tiempo que ya sucedió en una línea cronológica, que ha quedado atrás". Es "aquello que aconteció al período en cuestión". Es el hecho de que "tú me amabas", pero ahora ya no.

Esta semana me mudé de casa. Desempaqué mis cosas con más conciencia de la que me gustaría.
Acomodé mi ropa en 4 tandas: la que usaría a diario, la que regalaría a alguien más, la que estaba pendiente por lavar y aquella que estrenaría en alguna fecha importante.
A falta de un mueble dejé mis libros guardados en las cajas, pero antes saqué los que no había leído cuando no podía dormir, aquellos que aún no habían tenido la oportunidad de hacerme reír y sobre todo esos que me pondrán a llorar por recordarte.
Acomodé mis zapatos para ir a clases, ahora que regresé a estudiar, los que usaré en mis caminatas nocturnas dentro del hospital donde trabajo y las pantunflas ridículamente calientitas con las que andaré por la casa los fines de semana, en calzones, porque no me apetece salir.

Tendí la cama y descubrí que el olor a lavanda me trae tanta paz como cuando por fin te recuestas a reponer la respiración tras un acto sexual, regalé todos mis peluches y mi alergia disminuyó, las fotografías aguardan en una carpeta titulada "para imprimir", cambié de crema para peinar así como de medicamentos, mis uñas siguen siendo rojas pero les agregué un brillo que le da más vida al color y por extraño que parezca no encontré mis ganas de que regresaras. Estaba segura de haberlas puesto en una bolsa azul y por más que he revuelto todo lo que traía no las puedo encontrar.

Cuando entré a la que sería mi nueva recámara, había solo una cama en el centro y un mueble lleno de películas que quizá algún día vuelva a ver. El cuarto estaba casi vacío.
Y digo "casi" porque estaba la cama, el mueble, yo (obviamente) y unas ganas muy grandes de quedarme y comenzar todo otra vez.

lunes, 9 de julio de 2018

Pa´atrás ni pa´agarrar vuelo.


Por primera vez en mucho tiempo no tengo ni puta idea de qué es lo que voy a escribir.
La psicología dice que tengo que enojarme contigo y yo sigo justificándote como si fueras un ser celestial del cual me enamoré, pero es que ¿por qué habría de estar enojada contigo? Porque irte fue una de las mejores decisiones que tomaste en años y, para ser sincera, yo tampoco me hubiera quedado conmigo.

Me toca repartir las rebanadas de este pastel llamado “vida” y voy a empezar por las cosas buenas. Partiendo de que me he pasado la semana entera huyendo para no escribir ese mensaje que no te he de enviar, evitando imaginar esa conversación que definitivamente no tendremos nunca, me siento frente a una pantalla sucia y comienzo a teclear.
Quiero escribirte muchas cosas, desatar todos los nudos que llevo en la garganta y explicarte lo mucho que me dueles todavía, pero bien sabes que yo solo escribo en este blog telarañoso cuando vengo a despedirme y si de algo esto segura es que yo todavía no te quiero sacar de aquí. Me tiemblan las manos y se me acelera el pecho al pensar que cuando termine estas lineas ya no habrá nada más de ti. Aún no estoy lista para soltarte, prefiero seguir siendo la tonta que espera un mensaje diciendo “te extraño, vamos a hablar”, pero mi lado racional tiene la razón y está consciente de que no pasará.

Apareciste justo cuando empezó a llover, todo estaba turbio dentro y fuera de mí. Había perdido mi casa, estaba por comenzar una batalla legal contra el hombre que me mantuvo durante 19 años, perdí mi trabajo por una estupidez y la pareja que tenía estaba a punto de salir corriendo a los brazos de alguien con menos tormenta en su interior, después de haber pasado casi cinco años juntos. Y es que yo no escogí ser así, yo no elegí que mi vida se volviera difícil y tener que enfrentarme a cosas de las que cualquiera saldría corriendo, y te lo advertí justo antes de empezar, cuando aún estábamos a tiempo de evitar lo que ambos sabíamos llegaría a su fin. Siempre te dije que yo era así, terca rejega y obstinada, perfeccionista molesta, de esas que no se rinden fácil y les busca solución a las cosas, de las que les dan la cara a las injusticias y las enfrenta gritando y con mirada férrea. Y a pesar de ello me pediste permiso para entrar y cedí; a tropezones, regañadientes y con la guardia alta te dejé entrar.

Nunca supe cómo, pero al poco tiempo ya estaba en tu sala despeinada y con los ojos hinchados de rabia, contándote cosas que nadie más sabía sobre mí. Empezando por dejar que me vieras llorar al colgar el teléfono y maldecir a un hombre al que no conociste y del que yo nunca me podré librar. Estaba yo a media noche, tirada en el suelo diciéndote que tenía miedo, que estaba cansada de ser fuerte y suplicándote que me dejaras caer una vez, que me abrazaras hasta que me venciera el sueño de tanto llorar y me concedieras el permiso de mostrarme débil frente a un espejo. No tengo idea de cómo, pero de pronto ya me aferraba a tu pecho totalmente desnuda, siendo la persona más pequeña y frágil que he conocido, totalmente a tu merced. De la nada aparecí junto a la mesa suplicándote que no te fueras, que no me dejaras, totalmente nerviosa y fuera de mí porque tenía miedo, porque a pesar de que nunca me cuidaste como quería siempre supiste recordarme lo resiliente que soy.

Recuerdo la primera vez que peleamos, tú te la pasabas platicando con la tipa nueva en el trabajo, y ella te coqueteaba sin pudor ni decencia, pero nosotros ya éramos novios. Y me sentí tan estúpida, enojada, traicionada y tan poco valorada. Porque en mi cabeza así hablabas con todas y yo había sido una de ellas, y lo que me molestaba no era tu actitud sino mi maldita confianza, el haberme abierto un poco con alguien a quien acababa de conocer y que de la nada ya sabía que mi papá me había golpeado, me había quedado sin trabajo y necesitaba dinero para ayudar a mi mamá a mantener a mis hermanos y a mí, sin contar los gastos de la escuela. Esa fue la primera vez que me disculpe contigo, por mi comportamiento “irracional”, mi desconfianza, mi actitud insolente y mis aparentes celos.

 Recuerdo cada una de nuestras peleas, todas iniciadas por mí y los lapsos de crisis existencial en que me sentía amenazada y terminaba haciendo un drama por cualquiera de tus errores. Por no exigirle el sueldo a tu jefe, por no responderle a tu mamá con lo que en verdad pensabas, por no insistir en el trabajo en el que no te daban respuesta, por no preguntarle bien al médico las indicaciones y contraindicaciones de tu tratamiento, por olvidar en tu casa la papelería necesaria para tu inscripción, por no prestarme atención cuando comíamos, por llegar tarde a nuestras citas, por quejarte de tu vida aún y cuando tenías todo lo realmente necesario para salir adelante, por pensar que no valías la pena y que yo en realidad no te merecía.
 Y quizás tenías razón. Yo no merecía que llegarás justo cuando me acaban de romper; no debiste aparecer cuando regresaba a la escuela y decidí invertir mi tiempo y energía en una relación amorosa en lugar de seguir el sueño que siempre tuve desde niña. No debiste aparecer y hacerme elegir entre mi carrera y tú, porque al menos con la carrera yo estaba segura de que si terminaba era mi elección, y así fue. Le dejé para estar contigo. Renuncié a lo que más quise durante toda mi vida para crear una estúpida historia que hoy solo recuerdo con nostalgia y dolor. Estuve pensando mucho en ti y creo que tenías razón.

No te merecía, porque yo siempre había estado segura dentro de mí, siendo yo contra el mundo y nunca me había fallado, porque jamás necesité de alguien y tú menos que nadie debías ser el primero. Porque cuando ya tenía todo planeado tú llegaste a cambiar hasta el último detalle, desde mi día a día hasta el maldito color de cabello que traigo hoy. No te merecía, porque yo siempre fui suficiente, incontrolable, capaz, inteligente, perspicaz, insaciable, fuerte, impaciente, incomprensible y segura de mí, y desde que tú llegaste me convertí en alguien insuficiente, predecible, incapaz, absurda, distraída, conformista, débil, vulnerable, resignada e insegura. Yo no te merecía, nunca debí cargar con tus penas, con tus miedos, con tus inseguridades. Nunca debí darte mi fuerza, mis ganas de salir adelante, mi coraje para afrontar las cosas, porque siempre supe que si lo hacía no lo tendría de vuelta y hoy estoy aquí sin nada.
Yo no merecía que te llevaras todo; no merecía llorar por las noches pensando en cómo le iba a hacer al día siguiente para sacarte una sonrisa y hacer que salieras de la cama a pesar de esa horrible depresión que te pegó durante meses, ni pasar las tardes enteras buscando un trabajo para ti en el que te quedara tiempo para hacer cualquier otra cosa aún y no fuera estar conmigo, no merecía convencerte de que eras capaz de estudiar algo en lo que eras bueno para después lograr dedicarte a lo que realmente te apasionaba.

No merecía dormir 2 horas, levantarme a cocinar algo para los dos, descuidar mi trabajo por hacerte un estúpido regalo lleno de fotografías que seguro se están pudriendo en algún basurero, ni enfrentar a tu familia entera y defenderte cada que me hablaban mal de ti, no merecía pelear con la mía por la misma razón, ni sentirme vacía y que, al querer que me abrazaras, descubrir que tú estabas triste también, para terminar tragándome todo lo que sentía y así poder consolarte. No te merecía roto, lleno de dudas, miedos, viéndome como algo inalcanzable y superior a ti, no te merecía llorando en mi cama a fin de año suplicando que no terminara con la relación y te diera otra oportunidad, ni brindar contigo y tu familia escuchando sus invitaciones a las siguientes fiestas, no merecía haber visto tus películas favoritas y que tú ni siquiera abrieras los libros que te prestaba, ni que al preguntarte cómo estabas me dijeras “bien” y le contaras a alguien más que no sabías ni por dónde seguir, ni que camináramos tomados de las manos mientras le sonreías a alguien más que te escribía por whatsapp.

No merecía que, en nuestro aniversario, en nuestro puto aniversario hablaras con alguien que un día dijiste “te caía súper mal” y con la que corriste tan pronto y me dejaste en la puerta del salón hecha polvo. No merecía tanta hostilidad y reclamos idiotas que ni siquiera son verdad. Ni que me devolvieras las cosas en una bolsa y te retiraras como si aquello fueran solo objetos. No merecía verte en la escuela y que desviaras la mirada como si no me conocieras, como si no hubiéramos pasado noches enteras desnudos hablando de lo que haríamos en el futuro y creando un montón de historias que jamás se habrán de cumplir. No merecía que te fueras con alguien que no es mejor que yo, que cumplieras todos nuestros planes junto a ella y la llevaras a los mismos lugares que a mí. No te merecía, no te merezco.


 No te merecía, no te merezco. Tenías toda la razón.
Y a pesar de todo no imaginas cuánto te agradezco la oportunidad, la ayuda y los malestares porque después de eso me descubrí capaz, fuerte e invencible de una forma que ya no parte del coraje o el orgullo, sino de la comprensión y el amor. Hoy me puedo abrazar cuando me duele, y me dejo llorar cuando estoy triste, me descubro riendo a solas y me digo lo bonita que me veo frente al espejo. Gracias a ti descubrí quienes son mis verdaderos amigos, la forma en la que me apoyan y lo que están dispuestos a hacer por mí. Descubrí que hay muchas cosas que me gustan más que ir al cine o tomar café en un Starbucks, que la comida me queda rica, aunque solo cocine para mí y que no está mal si lo hago en un comedor con 5 sillas vacías a mi alrededor.

Te agradezco, por tanto, agradezco tanto no merecerte y que no estés. Que te hayas ido de esa forma tan nefasta, que me hayas roto como nunca, que hayas traicionado mi confianza, que no valoraras todo el tiempo que te dediqué y las cosas que hice por ti, que olvidaras todos los buenos momentos que pasamos y borraras las fotos que pudieran recordártelos, que me hayas sacado de un día para otro y fingieras no saber si me amabas o no. Yo te amo, aún lo hago a pesar de todo. Y no lo merezco, no merezco amarte así, preocuparme por ti, pensar en si te hiciste o no la cirugía, en cómo están tus abuelos, en si has sacado a pasear a tu perro o si pasaste todas tus materias en primera oportunidad. No merezco querer saberte bien y contarte las cosas maravillosa que me han pasado desde que te fuiste, no merezco querer mostrarte todo lo que he aprendido de mí y de los demás, los lugares que he visitado y la gente que conocí. No merezco este amor, no merezco que sigas aquí.

Por eso es que hoy te dejo ir, no desde el orgullo como lo intenté hacer el primer mes, no desde la tristeza como en el segundo, no desde la resignación como el tercero, no desde el miedo como en el cuarto y mucho menos desde la culpabilidad como el mes anterior.
Hoy te voy a soltar desde el amor que siento por ti y que no merezco. Te dejo ir desde lo más hondo de mi ser que desea que estés bien, que te vaya bien, que tu vida mejore, que hayas aprendido a defenderte tal como te intenté enseñar y un poco mejor, que con quien sea que estés te cuide tanto y mejor de lo que yo hice, que te abracen cuando lo necesites y sobre todo que te merezcan. Desde el fondo deseo que estés con alguien que te merezca con todo y tus defectos, porque yo no lo fui y a pesar de que aún desearía volverlo a intentar cada vez me doy cuenta de que tenías razón y yo no soy esa persona. Porque me estoy construyendo desde las ruinas y si antes parecía estar muy en alto y ser “inalcanzable” para alguien como tú ahora estaré sobre las nubes y ya no es tiempo de que voltee mi mirada hacia abajo y mucho menos sobre mi hombro, porque según el dicho “Pa´ atrás ni pa´ agarrar vuelo¨ y yo ya empecé a volar. 

miércoles, 13 de junio de 2018

Hoy me regalé flores.


Desperté por la mañana y me lavé el rostro con un jabón de avena y miel. Bebí un vaso con agua fresca para saciar mi sed. Cepillé mis dientes con ahínco y al terminar me regalé una gran sonrisa fingida frente al espejo, inmediatamente me empecé a reír de verdad por lo absurdo de mi actuación. Coloqué un silla justo al centro de la habitación, acomodé mi cuerpo de manera que se sintiera cómodo y empecé a respirar; lento, profundo, a conciencia. Di gracias a la vida, a la tierra, al universo y a todas aquellas personas que dejaron una marca en mí. Sin juzgar, sin reproches, sin melancolía, únicamente agradeciendo sus enseñanzas.

Salgo a caminar y el Sol me acaricia con ternura, sin quemar, sin lastimarme la piel. Llegan a mis ojos un sinfín de tonalidades verdes que se mecen con parsimonia en los alto de los árboles. Respiro profundo y lleno mis pulmones de un aroma a albahaca y limón. Sonrío. Hoy me siento plena y con ganas de vivir. Atesoro mis emociones y las guardo en la cajita de mi memoria a la que recurro en momentos de caos. Camino por un sendero que no me lleva a ningún lugar pero que siempre me ayuda a encontrarme. Y a lo largo del paseo me olvido de la hora, de las cosas que me faltan por hacer en el día y me libro un poquito de las incomodidades con las que me habré de topar.

Pasa la tarde sin hacer mucho ruido y me encuentro sola en mi cuarto riendo a carcajadas mientras veo una serie, preparando mi comida favorita con el amor con el que se la prepararía a mi pareja. Comiendo a media luz en una mesa con cinco sillas vacías alrededor, pero el alma llena del recuerdo de quienes alguna vez se sentaron ahí. Hay mucho silencio en la casa, poca luz en la habitación y mucha paz en mí. Me doy un baño largo y tendido, le regalo a mi piel el aroma y las propiedades del café, consiento a mi cabello con arándanos y moras, le doy a mi mente un descanso con la música de las olas del mar del último viaje que realicé.

Decido dejarme las ojeras sin cubrir y le regalo un poco de humectante a mi labios, me desenredo con facilidad los nudos del cabello y enseguida se deshacen los de mi garganta. ¿Por qué estoy llorando? Si no me siento triste y hace tiempo que no me enojo en verdad. Se me llena la cara de lágrimas y en lugar de secarlas las dejo caer, quizá llevan mucho tiempo queriendo salir y yo se los impedía. Hoy les doy la libertad que merecen y las dejo correr libremente por mi cuello, sin reclamos, sin miedo, sin cuestionarles su llegada y agradeciendo su partida.

Me visto y dejo que la tela de mi uniforme azul me acaricie la piel. Le regalo una sonrisa auténtica a la mujer de ojos rojos e hinchados que me observa desde el otro lado del espejo. Antes de llegar al trabajo me encuentro con puesto lleno de flores de todos colores, se acerca a mí una mujer y me ofrece los ramos más grandes y llamativos, va repitiéndome la lista de precios y yo la escucho un tanto confundida por toda aquella información, me invita a escoger y los escruto con la mirada. Los hay grandes, con papeles de colores, sencillos con un globo amarrado, y de entre todos elijo un girasol de tamaño no mayor al de mi puño, adornado con unas florecitas blancas que sigo sin saber cómo se llaman. La mujer se acerca y me pregunta si quiero que le escriba alguna leyenda en el papel; “Gracias por todo”, le respondo mientras busco dinero para pagarle.

Hoy me regalé flores y nadie en el trabajo me creyó, insisten en “adivinar” el nombre de la persona que me las dio (como si existiera un código que diga que solo podemos recibir flores cuando vienen de alguien más). Creen fervientemente que fue un hombre (como si las mujeres no nos obsequiáramos flores las unas a las otras) y que tiene que ver con que sea mi cumpleaños o  algo más romántico porque me encuentro sin pareja (como si tener un día más de vida no fuese celebración suficiente). Y yo no me lo puedo creer, no comprendo cómo es que nos llenamos la cabeza de ideas absurdas en las que para sentirnos bien estamos a expensas de los demás.

¿Realmente necesitamos que los demás sepan que salimos a correr, nos preparen nuestra comida favorita, nos acompañen a ver una serie y nos diga que hoy nos vemos guapas? ¿En verdad tengo que usar corrector de ojos para taparme las ojeras, un delineador que marque la forma de mis ojos y un rímel que me haga tener una mirada “misteriosa”? ¿Desde cuándo tiene que ser día de San Valentín o un aniversario de bodas para poder regalar flores, por qué estas tienen qué venir de alguien que no sea yo, preferentemente de un hombre y en plan de amor romántico de pareja? Pero sobre todas las cosas, ¿por qué no puedo ser yo quien me regale flores?

Hoy me regalé flores, un hermoso girasol para ser exactos. Hoy me desperté y le di a mi cuerpo un baño lleno de propiedades naturales que le hagan sentir bien. Hoy me consentí con comida deliciosa y un programa divertido. Hoy salí a caminar sin prisa, sin la lista de pendientes por hacer, sin el celular lleno de notificaciones que muchas de las veces solo anuncian quejas a e inconformidades. Hoy me abracé fuerte mientras lloraba, me dije que todo estaba bien y que saldríamos de esta con muchos más conocimientos. Hoy me agradecí por mis errores, por los fracasos que me dejaron tumbada sin ganas de andar, por las oportunidades que me dí y no resultaron como esperaba, por los recuerdos bonitos que aún tenía guardados, por perdonarme y decidir que aún nos falta mucho por descubrir.

Hoy me regalé flores porque puedo, porque quiero, porque lo merezco. Y aunque la sensación de que alguien más lo reconozca es maravillosa no tiene porqué ser precisamente necesaria. Porque solo yo sé exactamente lo que me ha costado, lo poco o mucho que dolió, el esfuerzo que tuve que hacer y lo que voy cargando en mi espalda. Porque he descubierto que soy mi propio guía, mi sendero, mi acompañante y mi medio de transporte. Y aunque alguien más camine a mi lado nunca sabrá tanto de mí como lo hago yo y es por eso que puedo mostrarle, enseñarle de lo que soy capaz y contarle lo que me gustaría que hicieran por mí.

Hoy me regalé flores, y me agradecí por dejarme ser yo misma; sin prejuicios, sin temores, sin rencor. Hoy me doy gracias por todo y te doy gracias a ti por ayudarme a tocar fondo y darme cuenta de que lo que te estaba ofreciendo no se parecía en nada a lo que soy en realidad.

miércoles, 6 de junio de 2018

Veintitrés.


¿En qué momento pasaron los años tan rápido? Si a penas ayer me encontraba frente a un espejo enorme probándome con desgana un vestido pomposo que usaría una sola vez en mi vida. Si todavía temo caerme de la bicicleta porque le han quitado las llantitas traseras. Si aún me da miedo levantarme en plena madrugada a beber agua. Y ni hablemos de que, al pintar, me sigo saliendo totalmente de la raya.

Todavía recuerdo lo orgullosa que me sentía al mostrarle a mis papás el diploma donde yo era el primer lugar de mi salón, la emoción con la que guardaba mi diente bajo la almohada para que el ratón me lo cambiara por una moneda, la alegría con la que despertaba e iba corriendo hacia el pino para abrir mis regalos de navidad, y la tristeza al ver que mi papá no se podía quedar a mi fiesta de cumpleaños porque tenía que salir de viaje.

¿Cómo es que pasaron 22 años sin que me diera cuenta? Si hace poco estaba dando mi primer beso, temblaba desnuda junto al cuerpo de aquel que sería “el amor de mi vida”, me creía la más rebelde por fumarme un cigarrillo, cantaba a todo pulmón junto a mis amigas en nuestro primer concierto, respondía con inseguridad las preguntas del examen de ingreso a la escuela que me mostraría si estar en un hospital era mi vocación y representaba un escalón hacia el sueño que tuve desde niña, sufría una de las tantas decepciones amorosas que me acompañarían en el camino y que cada vez dolerían más.

Aún me veo en el techo de la casa jugando con el perro y prometiéndole que yo nunca lo iba a abandonar, leyendo a escondidas las novelas que mi mamá guardaba en sus cajones, riendo a carcajadas mientras mis tíos me lanzaban al cielo y mi abuela les gritaba que tuvieran cuidado, sentada atrás de los salones en el descanso mientras comía a solas porque las niñas decían que yo era muy tosca y no jugaban conmigo.
¿Cuándo empecé a crecer? Si llevo el cabello alborotado porque no he aprendido a peinarme, si aún camino por los parques tratando de no pisar las rayas y a penas ayer me hacía cargo de alguien que nunca antes había visto y al irse me daba su bendición y me agradecía por mi ayuda mientras estaba internado, llenaba una solicitud de empleo para después darme cuenta que ese no era el lugar en el que quería estar, revisaba una lista enorme llena de números y suspiraba aliviada al saber que estudiaría la carrera que me convertiría en una doctora de verdad.

No hace mucho que caminaba con el alma destrozada y totalmente consciente de que salir de la jaula no sería fácil pero valdría la pena, titubeaba en mis respuestas al enfrentar a quien sería mi nuevo jefe, aprendía sobre gasometrías arteriales con quien se convertiría en uno de mis mejores amigos, planeaba una fiesta de cumpleaños para alguien que no se quiso quedar junto a mí, abrazaba a un niño al que conocí desde las primeras horas que nació y que después de 2 años sigue en tratamiento y me da grandes lecciones de vida con cada paso que da.

¿Cómo es que me dicen “aún eres joven, te falta mucho por vivir” y yo siento que he muerto y revivido más veces de las que deberían estar permitidas? Y recuerdo cada una de las veces que me arrastré llorando, cansada de seguir adelante, harta de tener que ser fuerte, hastiada de “poder con eso y más”. Recuerdo cada persona que me abrazó llena de lastima, miedo, repulsión, vehemencia, orgullo, envidia, tristeza, emoción, amor, alegría, bondad.
Escucho sus promesas y siento ese nudo en el estómago que surge cuando te das cuenta de que nada fue verdad. Suplico compasión ante un acto que no cometí, pido perdón de rodillas a quien muchas veces lastimé, le doy una cachetada a quien me mantuvo por veinte años, le escupo en la cara al que juró protegerme y se terminó aprovechando de mi estupidez.
Veo los ojos de mis pacientes abiertos de par en par, cerrándose cuando ya no aguantan más, a sus cuerpos rígidos post-mortem, quietos bajo una lámpara que les proporciona calor, llenos de agujas y cables que dicen lo que pasa en su interior, sonriendo con esperanza mientras sus papás empacan sus cosas para regresar a casa, apretando fuerte la mano de sus parejas en señal de que no se irán, pidiendo ayuda con resignación al ver que solos no pueden.

Y después estoy yo, frente al espejo. Llevo el fleco como cuando iba en preescolar pero mi cabello se ha vuelto naranja, mis ojos se ven más grandes gracias a los lentes y reflejan el mismo miedo e intriga con el que veía una película de terror, la misma esperanza con la que soplaba las velitas de mi pastel y le pedía al universo que me diera un hermanito para jugar, la vergüenza que me provocaba lavar mi ropa interior porque me había llegado la menstruación, la certeza con la que les prometía a mis niños del hospital que el medicamento que el tratamiento que les daría no les iba a doler, el orgullo de ver a mis amigas graduándose de su carrera, el valor de ir a contarle a una desconocida todo aquello que ya no quiero guardar, y la misma fuerza con la que le juré a mi mamá que encontraríamos un lugar para vivir.

Soy yo, justo en el centro de la habitación. Con un montón de libros a los lados, el sonido del saxofón golpeando las ventanas, una taza de café de olla y la conciencia plena de que el día está por comenzar. Y aunque me hayan tomado más de veinte años reconocerme, valorarme, quererme y dejarme sentir hoy puedo decir que estoy aprendiendo de mí mucho más de lo que alguna vez imaginé. Tengo más cosas por agradecerme que reproches, comienzo a contabilizar las risas, la paz, los abrazos en lugar de aquellos que me hicieron sufrir.

Sigo siendo la niña que andaba descalza por la casa, que va por la carretera asombrándose con los paisajes a través de las ventanas de un coche y que llora molesta porque una abeja entró y le picó el brazo, la que pregunta qué dice en cada anuncio por que aún no aprende a leer, aquella que junta moras en una botella de agua sin importarle que el uniforme blanco termine manchado. Aquella niña con coletas que frunce el ceño cuando algo no le hace gracia y se llena la cara entera al comerse un elote.

 Sigo siendo la adolescente que pega todos los pósters que viene en las revistas, se tumba en el césped a leer un libro sin pensar en la hora, la que camina más lento por la calle cuando empieza a llover, a la que se le revuelve el estómago cuando el que le gusta la voltea a ver, la que se queja de que su hermana le roba la ropa, va a una fiesta sin saber andar en tacones y se intenta embriagar tomando bebidas con 2% de alcohol.

 Estoy construyendo a la mujer que agradece tanto lo malo como lo bueno, que aprende de sí misma y los demás, que valora su tiempo y lo invierte en su bienestar y el de quienes la acompañan a vivir. Que medita cuando despierta y sale a caminar sin la distracción del celular, la que elije la soya antes que la leche normal, que realiza todo un ritual antes de sentarse a escribir y que abraza con fuerza a los que le demuestran que ahí están justo después de abrazarse a sí misma. No tengo prisa, voy disfrutando mi andar; a fin de cuentas hoy comienzan mis veintitrés, soy joven y tengo toda una vida por delante.

jueves, 10 de mayo de 2018

Yo no tengo la mejor mamá del mundo y eso también es digno de presumirse.




Todavía no nacía y tú ya me estabas protegiendo, me nutrías, me dabas calor y mucha seguridad con cada uno de tus actos. Y aunque estoy segura que, por fuera, morías de miedo, en tu interior no hacías más que fabricarme un edén en el que ninguna fruta estaba prohibida.
Hoy me cuentas, entre risas, las veces que te quedaste dormida alimentándome y terminé empapada de leche, lo desagradable que era cambiarme los pañales, lo tedioso que fue explicarme el por qué de las cosas, lo incómodo que era justificar mi comportamiento cuando molestaba a alguien más, lo molesto que fue leerme cada uno de los anuncios que encontraba por la calle cuando empezaba a aprender, lo triste de todas las veces que te grité y te dije que ya no te quería. Y entre bromas y reclamos descubro todo aquello en lo que fallaste, todos los errores que cometiste y que hoy nos traen hasta aquí. 
Descubro tus fortalezas, tus aprendizajes, tus experiencias y te conviertes en mi ejemplo más grande de resiliencia, y la mayor de las bendiciones aunque no crea en un dios.
No eres perfecta, y es gracias a ello  que sabes tanto y a la vez tan poco. Porque te construyes día con día y me transmites aquellas cosas que debo observar con más atención o a las cuales me tengo que alejar. 
No eres la mejor, ni la peor, ni la más, ni la menos. Eres tú. 
Eres tú adueñándote de ti, forjándote para tus hijos y haciéndonos tuyos a la vez. Y es que no eres la mejor ni la peor porque en el amor no existe eso, el amor solo es. Y tu amor por los demás no tiene comparación alguna. Porque me amas por lo que soy, me amas porque soy; a pesar de mis errores y caídas, de mis críticas negativas y mis arrebatos en ti contra. Tu amor por mí significa dicha, tranquilidad, calidez, oportunidades y no tengo qué pedirlo, tampoco merecerlo porque esa no es tu intención; y a pesar de ello lo agradezco, lo disfruto y lo reclamo como mío porque no hay nadie como tú. 


Y aunque podría escribirte una enciclopedia entera o qué la vida se me vaya hablando de ti y las cosas que me has enseñado prefiero caminar a tu lado, abrazarte y decirte que no quiero que seas mejor que nadie, que a pesar de todo yo siempre preferiré que simplemente seas tú.

domingo, 25 de febrero de 2018

Día 27.


Voy a empezar a escribirte como sólo sabemos hacerlo las personas rotas: Llena de preguntas a las que muy seguramente no les encontraré respuestas.
Hace veintisiete días que decidiste no estar. Y sin embargo han pasado veintisiete días en los que más te he llevado conmigo. Me gustaría saber cómo estás, qué cenaste hoy, si te va bien en la escuela, cuando irás a cortarte el cabello y cómo es que terminé fumando a escondidas en la cocina de mi casa a las cuatro de la mañana escribiendo esta maldita nota en el celular. Por qué no te siento respirar cerca de mi pecho con los pies enredados en los míos bajo la sábana. En qué momento pasé de buscar recetas para cocinarte a perder el apetito y obligarme a comer para no terminar mareada en el camino al trabajo. Cómo es que nuestro plan dominical de no hacer nada y pasarla en la cama escuchando un podcast se canceló de un día para otro. Me estoy mordiendo las manos para no escribirte, intenté borrar tu número para no llamarte y hasta me teñí el cabello para ya no verme al espejo y recordar qué es lo que te gustaba de mí. Pero es que nada de eso funciona. Porque cada palabra me recuerda a ti: recuerdo, abrazo, infierno, epifanía, caricia, futuro, deseo, sonrisa, azul, viaje, despedida, hogar, película, espíritu, pasado, cura, mariposa, dolor...
No hace falta que te diga que te extraño, que me dueles, que te necesito y que no hay día que pase en qué yo no recuerde algo bonito de ti. No hace falta que me humille y te pida perdón. No hace falta que finja fortaleza, conciencia, madurez ni serenidad. No hace falta que acepte mis errores y mucho menos que enfatice los tuyos. No hace falta que te piense, que te llore, que te cante desde lejos y pida a Dios por tu bienestar. Ni hace falta que deseé que te vaya bien y te quieran como mereces. Que encuentre alguien que me dé lo que necesito y mucho menos que crea que algún día te voy a dejar de sentir. Porque lo que a mí me falta eres tú. Y lo que tú buscas no soy yo.
Quiero saber cómo fue que se acabó, en qué momento dejé de importar y qué te da alguien más que yo no haya intentado. Si en mi cabeza aún es Año Nuevo y brindamos con deseos de bonanza para los dos, estamos abrazados en un concierto la canción de un pato que desafina, vamos corriendo por las avenidas empapados por la lluvia al salir del cine, estamos semidesnudos grabándonos diciendo lo que haremos en cinco años, vamos en el coche cantando canciones de Molotov, nos escondemos en las cabinas de un cibercafé para darnos besos de niños, nos rasguñamos la espalda hasta que llega el amanecer, cocinamos pozole a las seis de la mañana y damos vueltas en la rueda de un parque mientras contamos nuestros miedos. En mi memoria apareces con pizza y flores en mi puerta, te escribo un libro con veinte razones para amarte por tu filia al cine, aparece una taza con la cara del principito y pego globos de stormtroopers en tu recámara antes de que llegues. 
Te observo al filo de la butaca cuando comienza Whiplash y me abrazas fuerte cuando Tristeza está a punto de rendirse, le pongo 2 cucharadas de azúcar a tu café y me das de comer en la boca cuando estoy resfriada. En mis recuerdos aún es verano y te burlas porque me da miedo nadar, escogemos un disfraz divertido para utilizar en Halloween y cenamos pan de muerto como si fuese un ritual. Duermes abrazado a mis piernas, me lees un poema a mitad de la noche, cantas una canción cerquita de mi oído, me escribes una carta llena de faltas de ortografía, imprimes la imagen de un pug para que la vea cuando algún cliente me hace enojar, me desenredas el cabello durante una hora entera y me relatas con orgullo tus peores chistes. Y entonces estoy yo, a mitad de la guardia pegando fotografías en un intento de rollo de película antigua, con un pastel en forma de pepino rogando a Dios que el camión no vuelva a chocar, escogiendo unos zapatos que hagan juego con tu mirada, llevándote un café al trabajo antes de irme a clase, abrazándote fuerte cuando todo a tu alrededor parece colapsar, tomando tu mano y jurando que tus abuelos se pondrán bien, sintiéndome orgullosa porque aprobaste el examen y dándote mi fuerza entera para que la prueba médica no defina nuestro futuro. Y es que al final no importa cómo es que te vea, me vea o nos vea. Porque eso quedó atrás. Porque ya te fuiste. Porque no vas a volver. Porque me he quedado sola, en la cocina, fumando a escondidas a las cuatro de la mañana; escribiendo una estúpida nota con preguntas que no podré responder jamás.

jueves, 11 de enero de 2018

Aunque a veces duela mucho amar siempre vale la pena.

No podía dormir y me puse a pensar en ti.

Estos últimos días me he sentido extraña, no sé si sean las hormonas o qué pero me siento boba. Y es por ti. 
Tengo como que esa necesidad de estar pegada al teléfono todo el día hablando contigo y cuando lo hago me pongo triste porque quiero estar pegada a tu cuerpo todo el día. Y cuando lo estoy me pongo triste porque sé que no dormiremos juntos en la noche y estaré a las 2 de la mañana escribiéndote un mensaje que diga que me siento boba y qué es por ti.

Te amo.
En verdad no tienes idea de cuánto. Y a pesar del tiempo que llevamos juntos sigue siendo muy nuevo para mí. Se siente... raro. 
Es algo muy diferente a lo que tenia como concepto de “amar” a una persona y sigue siendo algo incómodo. Porque me haces sentir tan vulnerable y porque tus palabras, por más insignificantes que parezcan, me pueden lastimar tanto; aunque esa no sea su intención, inclusive aunque ni tú te des cuenta. Y eso es lo que me incomoda. O mejor dicho: eso es lo que me molesta.

Me gustaría poder salir a caminar y no querer llamarte para contarte que vi a un hombre con una corbata bonita, o a un bebé haciendo una mueca graciosa, o que me acerque a acariciar un pug y no intenté robarlo.
Que mi corazón no se apachurre cuando me dices que te tienes que ir o que simplemente no vendrás.
Ir a un café y pensar si ese sabor te gustaría o le agregarías más azúcar y menos leche. 
Pedir palomitas en el cine sin imaginar tu mueca de resignación porque la mitad son acarameladas y escucharte decir que quieres tu refresco “con poco hielo”.
Que cuando despierte en medio de la noche no seas tú a quien quiera abrazar y me diga que sólo fue una pesadilla. Que estás ahí para protegerme. Y sentirme como tal.

Me gustaría que no me dolieras tanto, que no me hicieras falta y que ya no tuviera tantas ganas de verte. Así ya no tendría que estar a las 2 de la mañana escribiendo porque no puedo dormir y me puse a pensar en ti.
Me gustarían tantas cosas que si las tuviera no sería tan feliz como lo he sido. No habría tenido tanto miedo pero sin ti no me hubiera arriesgado. No me habría caído pero no hubiera aprendido una lección. No me habría enojado, llorado y echo un berrinche pero tampoco me hubiera dado cuenta de que estaba equivocada. Y sobre todo no habría descubierto que aunque a veces duela mucho amar siempre vale la pena.