Extrañamente, ambos eran una pareja de mimos. Sí, mimos he dicho.
En esos momentos en que ella se sentía deshecha solo lo veía con ojos cristalinos y se acurrucaba en su pecho. Él le abrazaba tiernamente y besaba su cabeza.
Le recogía las lágrimas de la cara. Una por una, como si fuesen cristales qué de sus ojos brotaban.
Y cuando era una de muy raras veces en que él le mostraba lo mal que se sentía; ella se limitaba a envolverlo entre sus cortos brazos, a enmarañar su cabello y a acariciarle la espalda. Era una forma de expresarle que estaba a su lado.
Si la pasión les invadía, las miradas eran sus mejores aliadas.
Bastaba un solo rocé para que su flama se incendiara y comenzaran a desearse hasta con los pies.
Ellos no necesitaban decirse lo mucho que se amaban, aunque a veces lo decían por mero naturalismo.
Ambos se hablaban en cada latido, en cada caricia.
Se deseaban con cada poro, con cada exhalación.
Juntos eran personas que no conocían el sonido de una palabra. Tan solo sabían lo que significaba su amor.