Anoche tuve una pesadilla. Un recuerdo de hace años retornaba vívido como una maldición.
Caminaba de prisa y era de noche. Hacía frío y mi respiración provocaba una estela de vapor.
Dos hombres jóvenes, riéndose, caminaban tras mío. Aceleraba el paso y creía que los había perdido. Daba vuelta la cabeza, pensando que ya no estaban. Y sentía el golpe. Caía de lado en el cemento húmedo y helado. Tenía un cuchillo en mi garganta y todo el peso de uno de esos hombres se cargaba en mi pecho y me costaba tomar aire. Escuché cómo se reían y no podía gritar por auxilio ni mover las manos. No había nadie más que nosotros tres. Y yo solo quería desmayarme y desaparecer del mundo.
Derperté aterrada. Sin atreverme a hacer ningún movimiento. El pecho galopando. Abrí los ojos y lo vi. Vi su silueta. Su ropa. Su cara mirándome en una sonrisa endiablada, los brazos cruzados. Sentí su odio inexplicable. Su rabia.
Quería gritar. Llorar a gritos.
Pero solo me quedé mirándolo en la oscuridad, sin poder aceptar que la pesadilla aún no había terminado.